Hotelísimos: Le Narcisse Blanc, ese París no tan obvio

Cléo de Mérode fue bailarina de la Ópera de París y también musa de Paul Klee, Degas y Toulouse Lautrec. La llamaban, ojo, el narciso blanco.
Hotelísimos Le Narcisse Blanc París
Le Narcisse Blanc

Tiene algo el París escondido diferente a todas las ciudades del mundo, tiene algo (insisto) ese París ajeno a los tópicos, mejor si es fuera de temporada (¿aunque cuándo no es “temporada” en París?) caminando sus calles menos transitadas, escuchando sus sonidos (esto lo tengo claro: cada ciudad tiene un sonido particularísimo) siendo menos turista y más viajero, acercarte de la cotidianidad de los vecinos, me pasa en esto como a Carrère: “Esta rutina casera, sin visitar museos ni monumentos, sin obligaciones turísticas, es mi concepto ideal de una estancia en el extranjero”. Cuando eso pasa (y esto lo tengo clarísimo) no existe ningún lugar como esta ciudad que en realidad es todas las ciudades.

Llegamos pronto a nuestro barrio favorito, 7e arrondissement. Al otro lado del Sena, le Rive Gauche, dos portentos vehiculan el barrio: Les Invalides y la Torre Eiffel, y esta es una de las razones tras mi filia con estas calles. Nunca he subido a la Torre, nunca he pisado su restorán de Frédéric Anton en la segunda planta ni el Bar à Macarons de Pierre Hermé, pero siempre (siempre) la torre es presencia, desde cualquiera de sus calles, cuando bajas a por un café, cuando cruzas sus floristerías (hay muchísimas), pateas alguno de sus mercadillos gastronómicos o te asomas a sus galerías de arte. De fondo, siempre, verás los trescientos treinta metros de metal fundido y miles (millones) de remaches. Alzas la vista y ahí está, recordándote a cada momento que estamos aquí de paso, que más nos vale disfrutar de estas pequeñas cosas que nos regala la vida (dos copas de vino blanco junto un libro, pasear de la mano frente al río, decirle te quiero a un amigo) porque todo es pasajero. Recuerdo la carta de Hemingway a John Steinbeck: “Franquistas, nazis, fachas. No le veo salida a este siglo. Pero entonces entramos a París, y los malditos franceses seguían ahí, sentados muy orondos en sus cafés, fumando sus cigarritos y comiendo sus baguettes.”

Eiffel es presencia.Jesús Terrés

Nos alojamos en Le Narcisse Blanc, su entrada es inconfundible porque siempre hay flores frescas. No es el pórtico de un hotel destinado al lujo catarí: nada más que una placa, no muy grande, anuncia el acceso al vestíbulo que da paso a uno de los patios interiores más bonitos de París —mármol blanco en el suelo, claraboyas sobre las que repican las gotas de lluvia, sofás sin ímpetu minimalista y obras de arte donde Cléo de Mérode siempre es presencia. Cléo fue bailarina de la Ópera de París y también musa de Paul Klee, Degas y Toulouse Lautrec. La llamaban, ojo, el narciso blanco. Los puntos, que se conectan.

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Desde la última planta, donde nuestra habitación, observamos (al amanecer) el infinito —bellísimo— océano de color zinc que dibujan en el horizonte los tejados de la ciudad. Esta es la estampa que imagino cuando recuerdo cada viaje: sus buhardillas y sus mansardas, esas ventanas instaladas en los tejados que abren el desván al cielo. Desayunamos pronto, nos espera el pálpito de tantas cosas por vivir, los camiones de reparto aparcan frente a los bistrós, volvemos a D’Orsay, los pasillos de La bibliothèque américaine, comemos cualquier cosa, da igual, regresamos no muy tarde, anoche en Boulevard de la Tour Maubourg, cenamos en el restaurante del hotel: Cleò. Nos sorprende su propuesta, platillos con sabores peruanos y mexicanos, umami, ligereza también en las copas. No suelo decirlo muy a menudo, me preguntan mucho, pero aquí lo siento: una cena romántica. Un restaurante para celebrar este amor. Recuerdo una escena de Moulin Rouge, Ewan McGregor cantándole, sobre los tejados de esta ciudad de los sueños, a Nicole Kidman: “We could steal time / just for one day / we could be heroes”. Eso es.

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