Perdición: la paradoja de los ojos cerrados

No hay nada más arrebatador que dormir bien en un buen hotel. Gran parte del tiempo que pasamos allí estamos en otra dimensión, felizmente inconscientes disfrutando de una de las grandes paradojas hoteleras.
Le Bristol París
Anabel Vázquez

“Despiértame cuando esté en Le Bristol”. Eso digo yo todas las mañanas: despiértame cuando esté en Le Bristol. Esas palabras las tiene bordadas en blanco el antifaz de seda azul marino con el que duermo cada noche. Ese hotel parisino nos gusta mucho a Woody Allen y a mí: ahí rodó su Midnight in Paris. Desconozco si tuvo la misma suerte que yo y si le regalaron también ese artefacto tan sencillo y complejo, que me permite apagar y encender la luz del mundo.

Tengo una fotografía durmiendo con ese antifaz entre sábanas de Quagliotti en una de las camas de 140 centímetros de Le Bristol; en este mundo de hoy tenemos fotos en todas las situaciones. Recuerdo que, al levantarme esa mañana, pensé: qué lástima pasar ocho horas en esta habitación con los ojos cerrados. Estaba en la suite 1925, que el hotel dedicó a Josephine Baker, una de esas con los que los hoteles celebran a sus huéspedes insignes; estaba es un seudo museo, con foto de Hoyninguen-Huene incluida, y apenas lo había mirado. Y aquí me atrevo a exponer una de las grandes paradojas hoteleras: gran parte del tiempo que pasamos en un hotel estamos en otra dimensión, ajenos a todo.

Le Bristol, París.

Le Bristol

La industria hotelera cuida el sueño de sus huéspedes de manera extrema, con sus sábanas de cientos de hilos, almohadas que parecen nubes, colchones diseñados con más mimo que un cohete… Todo ello para que nosotros cerremos los ojos la mayor cantidad posible de horas. Qué contradicción. Tras esto hay una verdad, entre aterradora y poética: pagamos para estar felizmente inconscientes. Pagar para cerrar los ojos es también pagar por sentirnos seguros, por estar mejor que en nuestras casas. Y qué bien se vive ahí, cuando dormimos no hay guerras, inflación ni calles sin árboles. El mundo es perfecto durante el sueño.

No hay nada más arrebatador que dormir bien en un buen hotel. Ahí la vida es sueño. Qué perdición. Habrá quien diga que no logra hacerlo como en su casa. Siempre hay gente rara. Alegará que la cama no es la de siempre, aunque la suya no tenga sábanas de Frette ni colchón de Hypnos, que no controla los interruptores de la luz, y la habitación se convierte en un baile de lámparas encendiéndose y apagándose. Argumentará que los viajes sobreexcitan (es verdad, para eso viajamos) y terminará esgrimiendo que el aire acondicionado y la calefacción se ríen de él.

Fairmont The Queen Elizabeth, Montreal.Cedida a Condé Nast Traveler

Dormir mal en un buen hotel es dormir muy bien en cualquier otra circunstancia, igual que una película mediana de Woody Allen es una buena para la mayoría de los directores. Esto es así porque ahí hay un equipo de personas enfocadas en nuestro sueño y nuestro bienestar: quien elige el colchón, quien escoge, entre decenas, la ropa de cama, quien la lava y la plancha, quien hace la cama de esa manera tan perfecta que debería ser premiada con un Príncipe de Asturias, quien ventila y limpia nuestra habitación, quien la ha diseñado y decorado para nosotros, quien nos hace la cobertura. Ay, la cobertura o turn down; ya hablaremos de ella y de cómo un hotel se expresa a través de este protocolo. Todas estas personas trabajan para que nosotros cerremos los ojos durante muchas horas, horas en las que no estaremos en esa habitación, sino en otro mundo. Qué hermoso disparate.

Dormí una sola noche en el Fairmont The Queen Elizabeth de Montreal, hotel en el que John Lennon y Yoko Ono pasaron ocho días en una cama de la suite 1742 y se enteró el mundo entero. Llegué tarde y me fui temprano y, una vez que lo había abandonado me di cuenta de un sinsentido: tenía una habitación fantástica y casi no la había visto. Pasé las escasas horas que estuve allí durmiendo. Aún me arrepiento de eso. Los hoteles hay que vivirlos y dormirlos: sentémonos en todos los sillones, abramos armarios, probemos su cosmética, pidamos un sándwich club y asomémonos a sus ventantas, aunque con este alboroto le robemos una hora al sueño. Ya hemos dormido ocho horas muchas noches de nuestra vida.

Ver fotos: anatomía de las mejores camas de hotel del mundo

El descanso es una de las amenities más importantes que puede ofrecer un hotel. Dormir con antifaz me cambió el sueño, que es como cambiar la vida. Me convencieron de ello en el Six Senses Douro Valley, al que acudí para aprender a dormir. Curioso mundo es el que vivimos, en el que nos tienen que enseñar a hacer lo que los animales nacen sabiendo. Allí me enchufaron a unos aparatos, llenaron de cables y sometieron a distintas pruebas para que un Sleep Doctor, un doctor del sueño (sic), me diagnosticara que dormir, dormía, pero mal.

Six Senses Douro Valley (Samodães, Portugal).

Cedida a Traveler.es

De ese hotel regresé con un pijama de fibra de bambú tan antiestético como cómodo y algunas pautas serias para descansar de verdad; una de ellas fue el antifaz. Años después repetí un programa similar en el Hotel Urso, en Madrid, donde, tras una sesión de yoga Nidra, un masaje neurosedante, un baño en la piscina cálida, un menú ad hoc y una cama majestuosa disfruté de uno de los sueños más reparadores de la temporada y más recomendaciones para dormir. Una de ellas sería no leer este artículo antes de dormir.

PD. Despertadme cuando esté en Le Bristol.

Le Bristol, París.

Le Bristol

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