Crónica de una primera vez en Carnaval de Río de Janeiro (o por qué deberías vivirlo una vez en la vida)

Del 9 al 17 de febrero, la ciudad está más vibrante que nunca.
Carnaval de Río de Janeiro
Cedida a Condé Nast Traveler

El miércoles que terminó el carnaval de Río de Janeiro empezó a diluviar y el agua arrastraba la purpurina que se había despegado de la piel de miles de personas que llevaban días conquistando las calles. El cielo parecía también despedirse. Yo aterricé en la ciudad brasileña el lunes previo a carnaval, un día muy cálido de febrero y decidí dejarme guiar en el viaje de los siguientes días –para qué pensar tanto en la fiesta de la improvisación–.

Benjamín Muñoz, detrás de la Draper House de Río, me recibió la que iba a ser mi estancia en la ciudad, una casa antigua reformada a los pies del barrio Santa Teresa. Entre esos ventanales de los que parecen brotar árboles salvajes escribí, también, esta crónica.

Sambódromo a vista de pájaro.Cedida a Condé Nast Traveler

Los días antes del carnaval sólo hay algo fundamental: encontrar tus disfraces, tus ‘fantasías’, tu purpurina. Las calles están repletas de puestecitos que venden cualquier cosa que tu imaginación alcance y más. A mí me chivaron que el Mercado Uruguaiana era un punto clave para comprar, así que pasé una tarde decidiendo quién quería ser los próximos días.

Todo casi listo para el Carnaval de Río de Janeiro, en el que los blocos —agrupaciones musicales que hacen pasacalles por distintas zonas de Río— ponen la samba y la gente pone la alegría. Hablaba con Elia Schramm, chef conocidísimo en la ciudad, y me explicaba la diferencia entre el carnaval de la calle y el que sucede en el Sapucaí, el sambódromo, dónde las escuelas de samba compiten.

Él cocinaba en uno de los camarotes —palcos para ver el desfile— y me decía que para estos días eran la expresión de la fuerza de un pueblo. Bendita fuerza, ojalá expresar la fuerza fuese siempre así, pensé yo.

Ya con mis atuendos preparados pasé la mañana previa al primer bloco con Caetana Metsavaht, directora, y co-creadora del Janeiro Hotel, un hotel frente a la playa de Leblon que reformó su padre, un reconocido diseñador y artista brasileño, Oskar Metsavaht, con un estilo setentero inconfundible. En la terraza con la ventana más bonita de Río nos sentamos a tomar café y prepararme para el Carnaval con tips cariocas.

Río y sus vistas de película.Cedida a Condé Nast Traveler

Caetana es una enamorada de su ciudad y de esta vibra que se respira y que no encontró cuando vivió fuera. Cuando nos despedimos me instó a ir al sambódromo el domingo y me presentó a las personas adecuadas para conseguirlo (que es como suelen ocurrir las mejores cosas). Salí de Janeiro entre visitantes ya disfrazados.

Con la emoción de una posible visita al sambódromo, llegué a casa, me llené de purpurina y salimos al bloco de las Carmelitas, en Santa Teresa. Cuenta la leyenda que unas monjas carmelitas veían pasar siempre el carnaval sin poder salir del convento y los vecinos del barrio un año decidieron disfrazarse de monja para que ellas pudiesen participar de incógnito en el desfile. Lo que encontré allí fue el inicio de un delirio de color y felicidad que duró días. Una fiesta de calle, bajo el sol, el calor y las ganas de vivir.

Una fiesta de calle, bajo el sol, el calor y las ganas de vivir.Cedida a Condé Nast Traveler

Entre samba y el funky do Rio, una mujer cantaba vestida con una toalla en la cabeza y otra en el cuerpo en un bar cualquiera. Una Brahma, cerveza local, y a seguir. Los blocos se expandieron por la ciudad y el sábado fuimos al centro, totalmente tomado por locos maravillosos con poca ropa.

El Largo de São Francisco de Prainha parecía una verbena y paseamos entre los murales de Kobra mientras soñábamos con que esto era real. En el Bar Dellas se organizó un fiestón en el que lo mínimo fue subirse a las mesas. Lloré de risa bailando ‘Mamae eu quero’ en un parque cerca del Maracaná.

Fui Barbie, un diablo, Wonder Woman y una jugadora de fútbol de la selección de Brasil pero lo mejor del carnaval es que puedes ser lo que tú quieras. Es un lugar, un espacio-tiempo místico, en el que caben todos. La ciudad supura música, es imposible escapar por un instante al brillo y al sonido del entusiasmo de miles y miles de personas que se mueven con la melodía del presente más puro. No existe nada más.

¡Puro ritmo!BRUNO RYFER

La noche antes de ir al sambódromo me despertó, a lo lejos, una canción de la ventana. Un grupo de gente gritaba ‘Hey Jude’ mientras se reían altísimo, sonaba algún petardo y yo seguía preguntándome quién había inventado estos días en los que desearía que el planeta Tierra se parase.

Y llegué. Entré al Camarote de Arara por una puerta fluorescente que conducía a una sala en la que esperaba un escenario vacío en ese momento, repletísimo después. Divisé unas cortinas y seguí el flujo de la gente sin tener claro a dónde iba.

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Atravesé un pasillo oscuro y pasó: si la magia tuviese algún tipo de forma física, si se pudiese ver, tocar o bailar en ella, sería exactamente ese instante en el que llegué a aquel palco repleto de gente y música eterna. Las carrozas coloridas, los bailarines, el ritmo, el entusiasmo y la explosión me mantuvieron fascinada y absorta horas hasta el amanecer. Rocé con los dedos la fantasía y la intensidad de existir en ese instante.

Una experiencia que hay que vivir al menos una vez.Cedida a Condé Nast Traveler

El martes acabamos celebrando en el Baile de Arara, el cierre por excelencia del carnaval, entre canciones de siempre y de ahora, en la Casa França dónde Andy Diniz, diseñador de joyas carioca, me susurró al oído: “ves como tenías que vivirlo una vez en la vida”.

No pude más que asentir sin palabras por este ímpetu casi irrespirable que, de forma paradójica, te hace respirar más alto y más fuerte y te hace creer por unos días que existe un mundo de colores en el que todos nos acordamos de que la vida merece la pena, definitivamente, ser vivida.

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